Estampas laguneras
Manuel Padilla Muñoz.
Dicen -y dicen bien- que iniciamos el ocaso de nuestra vida cuando empezamos a recordar tiempos lejanos. Creo que he llegado a esta etapa del romanticismo y por ello, no sin un dejo de nostalgia, en esta ocasión quiero compartir algunas estampas de la vida en la Laguna, especialmente en mi querido Torreón.
Mi abuelo, Hipólito García era oriundo de León, Guanajuato, a los que muchos llamaban los “panzas verdes”, del mero barrio bravo de San Luisito, entonces capital del calzado, famoso en todo el país. Era de baja estatura, moreno y en los inicios de los tiempos revolucionarios vestía siempre de charro, paliacate en el cuello y un anillo de oro en una mano, que era su distintivo.
|
En sus andanzas por esa región se enamoró de una joven, mi abuela Taurina Padilla, de rasgos indudables de los indios tarascos, que vivía en Morelia, Michoacán. Había nacido en un pueblito cercano al lugar llamado Tiztzuntzán, donde todavía existen los vestigios del palacio del Rey Caltzontzin, entre Pátzcuaro y Quiroga pero residiendo en Morelia. Como en aquellos tiempos las costumbres eran sumamente rigurosas los padres de mi abuela no permitían el noviazgo con un zapatero de León así que el galán no tuvo otra alternativa que robarse a la amada para formar un hogar.
En esos románticos tiempos los paseos de los jóvenes eran asistir a las plazas públicas donde los varones circulaban en un sentido y las doncellas en contrario; los jóvenes enamorados enviaban discretamente un pequeño ramo de flores a la elegida y si lo aceptaba podría iniciarse un noviazgo. Hace unos 30 años, la última vez que fui a San Juan de los Lagos, Jalisco, la costumbre estaba vigente, lo que para los norteños visitantes era de singular sorpresa el romanticismo de aquellos lares. Así se formaron miles de matrimonios.
Un mal día, mientras mis abuelos estaban en una plaza, un joven soldado se quedó viendo fijamente a mi entonces joven abuela. Ello provocó los celos de mi abuelo y como “no hay chaparro que no sea broncoso” se liaron en una pelea. Mi abuelo tiraba fieras arremetidas con su inseparable machete mientras el militar se defendía. En un momento dado, mi abuelo lanzó un casi certero golpe con su machete pero el mílite lo esquivó solamente que de la mano llevaba a un niño y el arma cayó sobre el pequeño que ahí perdió la vida. Esa misma noche, mis abuelos huyeron de la ciudad rumbo al norte pues ya eran buscados por la “acordada”, la policía de entonces.
Después de varios meses de caminar, rodeando todas las poblaciones pues eran fugitivos, una tarde de un verano caluroso llegaron al Cañón de Calabazas, al poniente del rancho El Torreón, cargando en brazos a su pequeño hijo Antonio. De inmediato, mi abuelo inició la construcción de una vivienda con paredes de garrocha, una vara central de los magueyes cubriendo con barro las paredes. Fue la segunda casa construida en lo que después fue el barrio bravo de La Paloma Azul, un terreno ubicado entre los bulevares Independencia y Constitución, que era éste la orilla del Río Nazas.
Mi abuelo era pintor; no de brocha gorda sino que pintaba a mano las coloridas cenefas en las casas de personas ricas, sobre todo de San Pedro de las Colonias, que entonces era población más importante que la naciente Torreón; de hecho, era la virtual capital de la Laguna. En esos tiempos no había control de las aguas del Nazas y la improvisada represa del Coyote, ubicada en bulevar Constitución y calle Múzquiz -a la entrada de la ciudad- era “barrida” por las aguas de las impetuosas avenidas del río inundando terrenos hasta lo que ahora es el bulevar Constitución e incluso más allá, al bulevar Independencia, que en esos tiempos eran dos grandes canales de riego. Por ello, la parte más poblada estaba ubicada en terrenos altos, en el Cerro de la Cruz.
En ese lugar había varias de las primeras cantinas donde mi abuelo se embriagaba y cuando por la tarde descendía del cerro, pistola en mano gritaba: “ya llegó Hipólito Garcia jijos… “al tiempo que soltaba balazos al aire. Los vecinos de mi abuela corrían a esconderse a sus casas mientras los de “la montada” lo perseguían pero entre el gran chaparral de mezquites, donde abundaban alimañas y víboras, se les escondía.
Mi abuelo Hipólito en los inicios de la Revolución fue detenido por “la leva” por negarse a enrollarse en el ejército huertista y enviado al penal de San Juan de Ulúa, en Veracruz. Ahí conoció a un norteamericano de raza negra, muy fortachón, decía mi padre, y después de pasar varios años en el penal ambos huyeron arrojándose a las aguas del Golfo de México. Ambos fugitivos enfilaron por la costa al norte, rehuyendo las poblaciones para no ser detenidos y llegaron a Torreón. Quedó aquí mi abuelo mientras su protector siguió a Estados Unidos en busca de su familia y nunca más supieron de él.
Meses después nació mi padre, Manuel Padilla García y a los cuantos meses falleció mi abuelo que ya venía enfermo de paludismo y viruela desde que estaba preso.
En los inicios de la época de los años cuarenta, mi tía Lola -hoy de 94 años de edad y que hasta ahora vive en mi casa- con una memoria privilegiada que muchos envidian, trabajaba como aprendíz en una casa de modas ubicada en la avenida Morelos entre Zaragoza y Valdés Carrillo. A unos pasos, en la esquina noreste de ese crucero estaba ubicado el Hotel Colón, propiedad de un español llamado Perfecto López, cuya entrada se encontraba por la avenida Morelos. A ese hotel llegaron muchas personalidades. El negocio tenía una gran ventana a manera de aparador que permitía que las jóvenes que ahí trabajaban vieran todo el panorama de la calle más importante de la ciudad. Al mismo tiempo, los paseantes de la Morelos podían ver a las atractivas jóvenes manejando sus máquinas de coser.
Una tarde de verano, se acercó un joven de un trato muy simpático -me asegura mi tía- que se hospedaba en el Hotel Colón. Su nombre: Mario Moreno pero en el ambiente artístico le decían Cantinflas, quien hizo amistad con las jóvenes trabajadoras de la casa de modas.
No fue una vez sino varias las veces que este personaje vino a actuar en esta ciudad y siempre visitaba a estas jóvenes a las que, a la salida de su trabajo, las invitaba a tomar aquellas famosas aguas frescas al estanquillo de Doña Cuca, muy famoso que fue y que se encontraba en la Plaza de Armas en la calle Cepeda entre Juárez y Morelos que ahí sigue en pie todavía, como mudo testigo de grandes historias en la Laguna.
Ahí, en ese Hotel Colón -recuerda mi tía Lola como si hubiera sido hoy- conoció también a Lucha Reyes, la mejor exponente de nuestra música mexicana con una voz privile- giada. Las funciones artísticas en Torreón se celebraban en el Teatro Princesa, ahora ya derruido, donde se presentaron “la flor y nata” del mundo artístico de esa época. “Que tiempos aquellos, señor Don Simón”, decía mi padre al recordar también aquellos años que vivió de joven.
Se agolpan en mi mente muchas estampas, como las apoteóticas llegadas de Pedro Infante, las grandes avenidas del Río Nazas y muchas más que ya trataremos en un pequeño libro anecdótico que estamos preparando. No cabe duda, fueron bonitos los tiempos pasados pero lo mejor de ellos es precisamente eso: que ya pasaron para darnos cuenta que iniciamos el ocaso de nuestra vida.
manuelpadillaperiodista@hotmail.com |